Palabras pronunciadas por el poeta Antonio Sánchez Zamarreño en su presentación
de Emilio Rodríguez, con motivo del acto
Poeta
ante la cruz 2013, organizado por la Real Cofradía Penitencial de
Cristo Yacente de la
Misericordia y de la Agonía Redentora , celebrado en la Catedral de Salamanca, el día 17 de marzo de 2013.
“Emilio Rodríguez es asturiano,
es poeta y es dominico. Como asturiano, conoce las espesuras del bosque; como
poeta, conoce los laberintos de la palabra; como dominico y hombre de fe,
conoce los abismos de Dios. Está, por eso, avezado a las sombras; sus ojos
escrutan siempre, bajo la máscara de la realidad, otra realidad oblicua, que ya
no está regida por la apariencia, sino que penetra en pasadizos misteriosos y
nos proporciona claves que la lógica no puede proporcionarnos. Esto es un
poeta: el que alarga los ojos de la tribu para ver, en cada cosa cotidiana, la
palpitación de un prodigio. Y esto es un creyente: el que ve, en los horrores
de un viernes y de una cruz, el triunfo de esa esperanza que nos reintegró un
día a la estirpe de Dios. Y he aquí que un poeta y creyente como Emilio
Rodríguez viene a ponerse ante este Cristo de la Agonía Redentora
para estremecerse y estremecernos con el
misterio inagotable: cómo es posible que un Dios haya aceptado probar la
finitud del hombre, las limitaciones de un cuerpo tan frágil, la tiranía, en
fin, de una muerte que no fue, desde luego, la de un magnate que muere
majestuosamente en su cama, aliviados sus estertores por protomédicos y
esclavos, sino la de un reo a quien cuelgan de un palo entre denuestos y
blasfemias. Viendo esta imagen del crucificado, uno llega a pensar, incluso, si
no le serviría de modelo al artista cualquiera de aquellos maleantes con
quienes la justicia no tuvo misericordia y acabaron sus días en manos del
verdugo. Cristo, así, volvería a repetirse-como lo postula nuestra fe- en cada
uno de los cuerpos sufrientes que van naufragando a través de los tiempos: en
los maltratados de palabra y de obra, en los resquebrajados del espíritu, en
los arrojados a las sentinas de la sociedad. Y, querido Emilio Rodríguez, a los
pies de este Cristo desnudo hay que venir desnudos: con todo lo que somos, pero
sólo con eso: ni un gesto más, ni un miligramo de retórica más. Nuestro verso
para él no puede ser sino la prolongación de aquel grito suyo del viernes: un
verso necesario, lleno de lámparas colgadas que iluminen la opacidad de la
muerte con resplandores de resurrección. Pienso que el Cristo de la Agonía Redentora
tiene hoy en ti al poeta adecuado. Tu poesía, desde aquel libro inicial que
titulaste “Pregunto por el silencio” ha seguido un largo camino de depuración y
llega aquí despojada ya de oropeles: es la poesía del eremita; arde y vive con
la sobriedad de quien apenas necesita nada para ser. Todos recordamos esos
poemas tuyos de libros como “Marea de bolsillo”, “El canto funeral de la
distancia”, “Horas menores”, “Jardines recortables”, “Interior de humo” o
“Todas las preguntas”, hechos con poemas que tienen un soporte verbal mínimo, y
que, precisamente por eso, dejan en la conciencia de quien los lee una
vibración perdurable. Cristo, además, se sentirá muy satisfecho porque su poeta
de esta tarde llega a Él con pasos de niño: muchos de sus versos vienen de
jugar con las palabras, como si acabaran de merendar en un parque y hubieran
compartido las sílabas con aquellos gorriones que el padre celestial alimenta.
Los pájaros, los niños, la simplicidad de las cosas: qué transparencia ponen
estos seres purísimos en tantas de tus líneas, cómo se cumplen en ellas
palabras del Maestro: “Si no sois como niños, no entraréis en el reino de los Cielos”.
Y tu voz es digna de este acto, también, porque ha acompañado a los predilectos de Jesús: a los marginados, a
quienes les tocó abrazarse a una vida sombría y no tuvieron otro horizonte que
la opacidad de un muro sin mañana. Tus lectores recordamos ese libro tremendo
que titulaste “Como árboles que andan” y que habla de aquella gente tuya que
vive-y, a veces, muere- en los laberintos de la mina: hombres, mujeres, niños,
tiznados de carbón, encadenados al vientre de la tierra. No eres tú hombre que tome
el nombre de Dios en vano, pero no hay en tu obra ni un sólo milímetro donde lo
sagrado no respire con tu aliento poético; todo es en ella revelación del
Absoluto. Y ahora, esta tarde, Cristo y tú frente a frente. Cristo con el
cuerpo desnudo; tú con el alma abierta en canal, desangrándose sobre Él y sobre
nosotros y sobre este mundo que parece obstinarse en un viacrucis perpetuo:
“Derribad esos muros de codicia y de envidia”, nos dirás tú esta tarde;
“desbaratad los diques”. Para eso estamos aquí: para afirmar al hombre, para
renovar el estupor del hombre en cuya fragilidad fue injertada la naturaleza
divina. Porque, pese a la muerte, somos ya inmortales. Al final de tu escrito
hay tres sonetos que hablan de resurrección: de la suya y de la nuestra. Te los
agradecemos especialmente, pues nuestra fe nos enseña que, si Cristo resucitó
al final de la muerte, nosotros, gracias a Él, comenzamos a resucitar mucho
antes: al principio de la vida. Que el santísimo Cristo de la Agonía Redentora
te pague estas palabras con más palabras y con más palabras que sigan nombrando
en plenitud las cosas de la tierra y las cosas del cielo. Con ustedes, Emilio Rodríguez.”
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