domingo, 14 de diciembre de 2008

GUSTANDO EL SABOR DEL PIRINEO

Estos poemas forman parte de un grupo que fue galardonado con la Flor Natural en los Primeros Juegos Florales Universitarios de Pamplona, hace ahora cuarenta años, en 1968


I

Caballos de andar la niebla
van los aires al sendero.
Está el silencio en cuclillas,
está el silencio o el miedo.
Subida de corazones
donde la nieve es acero,
están los pájaros tibios
del encuentro sin encuentro.


EL AIRE


Subiremos a las torres de la noche
la guardia del maíz
y de los besos,
que están los cuchillos en huida,
que está la muerte novia
y el sendero
es pan de soledad en robles lentos
a golpes de distancia.
Subiremos las manos atadas
por si lloran los cipreses,
por si el agua,
por si el viento cabalga
y viene triste
de tanto cementerio.
Tenemos la culpa los hayales
de que duelan a dolor
todas las flores,
de que no haya pan ni manos tibias
que llevarse a la boca
los senderos.
La paz es un árbol raro,
una cadena
que nace solamente cuando el paso
de alguna soledad
roza las piedras,
cuando la voz o los cuchillos
han sido condenados
y todos sabemos que la tierra
alarga ya su brazo.
Las aguas podrán subir
al árbol
y ser tejas
para una casa nuestra,
sólo nuestra
donde no tenga lugares
el cansancio.
La muerte es un pájaro azul
que va de paso,
buscando en los trigales de la noche
un grito de esperanza.
El aire que nos lleva
es para siempre
el único enemigo y el jardín
donde ha nacido la voz
y está la risa
que se fue una noche así
cuando nos era necesaria.







EL PUEBLO

Habitamos el silencio desde
siempre
y tenemos el hogar a manos llenas,
a la altura de la voz,
al alcance de las aguas
y los besos.
La frágil geografía del corazón
se nos sube por los dedos
o palomas
en busca de la miel
que nace de la noche,
de tanta soledad o cementerio.
Olvidamos de corrido
aquel abecedario
de la risa.
Sabemos cantar sendas y montañas,
domar la sabiduría de los ríos,
pero nunca hemos podido
matar la soledad
como una alondra,
como un rosal de impronta voluntaria,
de flores cada hora
y cada aliento.
Habitamos el silencio y los tambores
nos dicen que la muerte
es un parásito
cosido a nuestra piel,
aunque nos duela,
aunque por siempre
nos grite a fuego lento.
Habitamos la piedra, el tronco
y la piedad.
Tenemos el silencio
como un libro
que escribe la tierra
a pasos de reloj.
Tenemos la nieve y tan de corazón
que no sabemos
donde acaba el amor
y empieza el cielo.
Se nos ha dado la aurora
y los caballos,
el techo de pizarra
y el pan que sabe a rezo.
Se nos ha dado la piedra
donde un día
podremos morirnos, confortados
por el todo secular
de su silencio.
Aquí somos amigos de los árboles,
verticales al amor
y al prado floreciendo.
Sabemos de memoria los trigales
y vamos por el tiempo
con las manos sombrecidas,
con las zarzas sangre arriba
y una forma de esperanza
entre los dedos.


No hay comentarios: